SIGNOS
DE LOS TIEMPOS
DE LOS TIEMPOS
Contrario a lo que muchos creen, los signos de los tiempos nos abren una gran posibilidad de realidades, lejanas al amarillismo y el morbo, por lo que todos somos responsables de comprender los signos de los tiempos, aquí una explicación de ellos.
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DicEs
SUMARIO:
I. Introducción: Origen y uso de esta expresión: 1. Origen material bíblico; 2.
Historia del contenido y de la fórmula primera del Val. II; 3. Presencia de la
expresión y del concepto en el Val. II; a) Citas explícitas, b) Citas implícitas - II. Historia:
del tiempo "cerrado" al tiempo "abierto" - III.
"Creencia humana" como lectura-creación de los signos de los tiempos:
1. El rechazo del signo en nombre del presente idolatrado, o la conservación
absoluta; 2. El rechazo del signo en nombre del presente totalmente rechazado,
o la rebelión absoluta; 3. La acogida del signo: un proyecto en el tiempo - IV.
Fe judeo-cristiana: leer y construir los "signos de los tiempos" - V.
La revolución nuclear de los signos de los tiempos: 1. Revelación y signos de
los tiempos; 2. Fe y signos de los tiempos; 3. Teología y signos de los
tiempos; 4. Historia y signos de los tiempos; 5. Hombre y signos de los
tiempos; 8. Iglesia y signos de los tiempos; 7. Jesucristo y signos de los
tiempos; 8. Espíritu y signos de los tiempos - VI. Criterios para leer e
interpretar los signos de los tiempos: 1. Escuchar atentamente: a) La ideología. b) El moralismo; 2. Comprender e
interpretar; 3. Juzgar - VII. Conclusión. Los signos de los tiempos en la
actualidad.
I. Introducción: Origen y uso de esta expresión
Para
conocer mejor la naturaleza y el significado de una cosa, es siempre necesario
—ha escrito Aristóteles— ponerse a indagar su origen. Esta ley es más verdadera
que nunca a propósito de la expresión "signos
de los tiempos", que pareció emerger de golpe en la terminología teológica
de estos últimos años, después del Vat. II, y que, en cambio, tiene, explícita
o implícitamente. Una historia subterránea, que nos conduce mucho más lejos.
1.
ORIGEN MATERIAL BÍBLICO - Materialmente, la expresión es bíblica;
concretamente, evangélica (Mt 16,1-3); pero, en el contexto exacto en que se
sitúa, posee un significado directamente mesiánico y escatológico, que
trasciende inmediatamente el sentido acostumbrado de tipo meteorológico
relacionado con las estaciones del año (del que toma ocasión el mismo Jesús) y
se proyecta en el presente mesiánico de la plenitud de los tiempos. Así pues,
más que de "signos de los tiempos" se debiera hablar en ese pasaje
evangélico de "signos del tiempo" o signos de la "hora mesiánica",
con una plenitud de significado que se orienta decididamente más allá de todo
significado no sólo meteorológico, sino también histórico y natural. El objeto
de la reflexión sería directamente el punto de encuentro de Dios con la
historia en la venida del Mesías, y "signos del tiempo" serían bien los "signos" en
sentido joaneo, como reveladores de la presencia eficaz del Mesías, bien el
signo definitivo, el "signo de Jonás", el único que se
dará a esta generación testaruda y descarriada (Le 11,29). Esta creo que es la
razón por la que el Vat. II, aun utilizando y consagrando la expresión
"signos de los tiempos", no ha hecho mención de la referencia
bíblica. Es cierto incluso que en un primer momento estaba presente esta
referencia; pero fue eliminada precisamente por las vivas protestas de los
biblistas, que advirtieron inmediatamente la falta de propiedad de esta
mención, dada la irreducible originalidad cristológico-escatológica de la
expresión bíblica. Está claro, pues, que el significado que encierra esta
expresión en los textos conciliares no se puede reconocer con la simple
referencia material a la Escritura.
2.
HISTORIA DEL CONTENIDO Y DE LA FÓRMULA PRIMERA DEL VAT. II -
Pero en el mismo momento en que se verificaba en la subcomisión conciliar el
rechazo por parte de los exegetas del uso indiscriminado de la expresión
bíblica "signos de los tiempos", se ofrecía por encima de toda
conexión exegética una definición de lo que podría significar la expresión en
sí y del sentido en que su presencia o la de expresiones equivalentes podría
introducirse en el texto conciliar. Hela aquí: "Los fenómenos que, por su
generalización y su frecuencia, caracterizan a una época, y a través de los
cuales se expresan las necesidades y las aspiraciones de la humanidad
presente". Se advierte al punto que la definición es más bien sociológica
y carente por completo de densidad teológica; y que, por el contrario,
aparecerá como prevalente en los mismos textos de los documentos conciliares, y
sobre todo en el uso que se hará de ella en el postconcilio. Pero queda el
hecho de que sobre la base de esta definición descriptiva, aunque imprecisa, la
expresión se prestaba a entrar en el texto del concilio. Sin embargo, la
subcomisión había aceptado en este momento la fórmula y había dado una
definición orientadora de ella, porque se encontraba frente al hecho consumado
de la presencia de la expresión misma o de fórmulas semejantes en los textos
del magisterio, tanto preconciliar como relativo o contextual al concilio
mismo.
Pero
también el magisterio había estado precedido, en el curso de los siglos, de
pensadores, teólogos y pastores que habían acentuado el significado central de
la historia y de sus hechos para la fe y para la, salvación. Ya en 1600. Melchor Cano
había señalado la historia como "lugar teológico"; y, en nuestro
siglo, el cardenal Faulhaber había tomado como consigna episcopal "Vox
temporis, vox Dei". Viniendo a los textos del magisterio, Pío Xll había
anticipado el tema en varias ocasiones, especialmente en el discurso
consistorial de 20 de febrero de 1946; pero el término había entrado
explícitamente en el texto mismo de la bula de convocación del concilio, la Humanae salutis, de Juan XXIII
(25 de diciembre de 1961), haciendo una referencia, no del todo pertinente
desde el punto de vista exegético y simplemente ocasional, al texto
evangélico'. Juan XXIII demostraría también en otra ocasión su predilección por
esta expresión, y sobre todo por su significado, ya que la introducía como
elemento cardinal de la arquitectura misma de la Pacem in terris (11 de abril de 1963). Cada una de
las cuatro partes de la encíclica concluye con la indicación de diversos signos
de los tiempos, entre los cuales se cuentan la socialización, la emancipación
de los pueblos colonizados, la promoción de las clases trabajadoras y el
ingreso de la mujer en la vida pública. También Pablo VI en su primera
encíclica, Ecclesiam suam (6 de agosto de 1964), recoge la
expresión, el significado y la problemática de los signos de los tiempos,
negando que la perfección de la Iglesia se identifique con el inmovilismo y
llamando la atención crítica sobre los signos de los tiempos como metodología
permanente de la vida de la Iglesia en la historia'.
3. PRESENCIA DE LA EXPRESIÓN Y DEL
CONCEPTO EN EL VAT. II - Impulsados por sugerencias más o menos explícitas y
formales procedentes del pasado y de la autoridad misma de los papas más
recientes, los padres del Vat. II insertaron el tema de los signos de los
tiempos en el texto de los documentos, pero sobre todo en la trama teológica de
la enseñanza conciliar. No nos interesa aquí analizar todas las etapas
pendulares a través de las cuales se impuso el tema, tanto en la discusión de
la comisión como en el aula; pero es cierto que nadie puede dudar de la verdad
de un juicio como éste, relativo a la fórmula y a su significado teológico:
"La expresión debe ser considerada e interpretada como una de las tres o
cuatro fórmulas más significativas del concilio mismo, tanto en el desarrollo
de los trabajos como en su inspiración original'. Refiriéndonos directamente a
los textos conciliares, es oportuno, antes de cualquier otro análisis y
discusión interpretativa, aducir tanto aquellos en los que aparece
explícitamente la fórmula como aquellos en que está presente por equivalencia
de significado teológico, tanto más que, en conjunto, son relativamente pocos;
exactamente, sólo nueve.
a)
Citas explícitas. Son, en concreto, tres, a saber: "Para desarrollar este
cometido [continuar la obra de Cristo], es deber permanente de la Iglesia
escrutar los signos de los
tiempos e interpretarlos a la
luz del Evangelio..." (GS
4). "... Este santo concilio exhorta a todos los fieles católicos a que,
reconociendo los signos de los
tiempos, participen
diligentemente en la obra ecuménica" (UR 4). "... [Los presbíteros]
estén prontos a escuchar el parecer de los laicos, considerando con interés
fraterno sus aspiraciones y alegrándose de su experiencia y competencia en los diversos
campos de la actividad humana, de manera que puedan reconocer juntos los signos de los tiempos"
(PO 9).
b) Citas implícitas. Dentro de la variedad de su significación y de su
completez, hay por lo menos seis: dos de ellas, en la GS, ocupan un lugar
ciertamente central; una de AA, una de PO, otra de DH y otra de escaso valor,
en SC 43. Me parece útil reseñar el contenido de cinco de ellas. Importantísimo
y solemne es el siguiente texto: "El pueblo de Dios, movido por la fe, en
virtud de la cual cree ser conducido por el Espíritu del Señor, que llena el
universo, intenta discernir en los acontecimientos, en las exigencias y en las aspiraciones
de las que participa junto con los demás hombres de nuestra época, cuáles son
los verdaderos signos de la presencia y del plan de Dios. La fe, en efecto,
ilumina todas las cosas con una luz nueva..." (GS 11). Este otro texto de
la GS es ciertamente pertinente respecto al sentido de la expresión: "Es
deber de todo el pueblo de Dios, sobre todo de los pastores y de los teólogos,
escuchar atentamente, comprender e interpretar con ayuda del Espíritu Santo los
diversos lenguajes de nuestro tiempo y saber juzgarlos a la luz de la palabra
de Dios, para que la verdad revelada pueda ser entendida cada vez con mayor
profundidad, mejor comprendida y presentada de forma más adecuada" (GS
44). También PO, desde su propio punto de vista, vuelve indirectamente sobre el
tema de los signos de los tiempos: "Para promover la madurez cristiana,
los presbíteros podrán contribuir a que cada uno sepa descubrir en los
acontecimientos mismos, de mayor o menor importancia, cuáles son las exigencias
naturales y la voluntad de Dios" (PO 6). Con una indicación precisa,
tenemos luego dos textos que concretizan los signos de los tiempos, indicados
con fórmulas equivalentes, pero muy próximas, en dos fenómenos actuales: la
creciente solidaridad entre los hombres (indicada como un "signo de
nuestro tiempo": AA 14) y el reconocimiento civil del derecho a la
libertad religiosa (calificada como uno de los signos venturosos de
nuestro tiempo": DH 15).
Este
modesto complejo de textos constituye la base material sobre la cual tanto el magisterio
postconciliar como la teología actual han articulado su fecunda reflexión a
propósito de los "signos de los tiempos" y han realizado una adquisición
decisivamente central de todo el discurso de la fe en nuestra época. Se ha
tratado en realidad de una especie de fisión nuclear doctrinal, ya que nos
hemos dado cuenta poco a poco de las múltiples implicaciones que suponía y
provocaba el ingreso aparentemente irrelevante y silencioso de esta fórmula en
la doctrina de la Iglesia y en la investigación teológica. Nuestra intención es
ahora evidenciar precisamente este hecho: ver cómo a nivel de la metodología
teológica, de los contenidos doctrinales, de los criterios interpretativos, de
toda la actitud de la Iglesia y de los creyentes, la noción conciliar de
"signos de los tiempos" ha
manifestado y provocado notabilísimas transformaciones y redescubrimientos de
amplísimo alcance. Esto supondrá ante todo una reflexión sobre la noción de historia implicada en la fórmula conciliar,
en ese "de los tiempos"; hará que reverberen sus efectos sobre la
noción misma de "signo", y, después, como en una
progresión geométrica, sobre la noción de revelación, de fe, de tradición, de
Iglesia, de mundo, de teología, de hombre, de Dios mismo, y así sucesivamente.
II.
Historia: desde el tiempo "cerrado" al tiempo "abierto"
La
entrada, tan espontánea y al mismo tiempo tan prepotente, de la fórmula
"signos de los tiempos" en la letra y, sobre todo, en el espíritu del
magisterio conciliar y de la teología actual es uno de los efectos relevantes
de lo que puede definirse como la mayor y más definitiva toma de conciencia
explícita y orgánica de la historicidad en cuanto categoría fundamental y
universal que viene a imprimir su huella en la concepción entera de la
revelación, de la fe, de la Iglesia, de la salvación y de la teología.
No
es éste el lugar adecuado para describir en detalle el sentido y la
trascendencia de esta afirmación; pero no es posible olvidar que una cierta
"espiritualidad" a histórica había impregnado toda la reflexión
teológica, presuponiendo más o menos implícitamente que el encuentro con Dios,
y por lo tanto la salvación, se situaba en una dimensión metahistórica, en una
cierta región del alma humana no mancillada por el tiempo y el espacio, con el
consiguiente alejamiento de las vicisitudes históricas, que se contemplaban
como marginales o puramente paralelas y exteriores al quehacer de la salvación
y de la vida teologal. Por el contrario, en la reflexión teológica de los
últimos decenios, gracias especialmente a teólogos como Newmann, Teilhard de
Chardin, Congar, Chenu, Daniélou, Rahner, De Lubac, Schillebeeckx, etc., se
impone cada vez más la conciencia de que el tiempo entra plenamente en la vida
del espíritu humano y constituye una característica esencial de toda
experiencia humana, incluso de la experiencia de la fe, la cual tiene como
objeto permanente y como lugar de realización una "economía" de
salvación realizada en la historia misma. En este sentido, no hay fe sin
historia, no hay salvación sin historia, no hay teología sin historia; porque
la fe es respuesta a un acontecimiento, la salvación es acontecimiento en sí
misma y la teología sólo puede existir partiendo de hechos concretos: desde
Abrahán a Cristo y a la Iglesia viva en el tiempo y en el espacio. Hacer
teología no es, por lo tanto, abrir un libro cubierto de polvo y plagado de
proposiciones fosilizadas en el Denzinger, sino reflexionar científicamente
sobre una materia viva que, a partir de la historia de la salvación, se nos
comunica en la existencia histórica actual de la Iglesia. La teología nace en
la historia, se lee en la historia y se orienta a la historia, porque Dios se
ha hecho palabra y acontecimiento tan sólo en la historia, y el cristianismo no
es un sistema de ideas, sino una "economía" de salvación'. Aquí
radica propiamente la novedad decisiva que la revelación ha introducido con
respecto al mundo anterior, tanto oriental como helenístico, en el modo de
concebir el tiempo y la historia misma. La comprensión del mundo no se obtiene
ya eliminando el tiempo y sus particularidades, eternizando las esencias de las
cosas, sino leyendo profundamente en los acontecimientos temporales mismos, que
no son un mero obstáculo para el conocimiento de la verdad, sino lugar único de
la revelación y realización de la verdad misma. En este sentido, se tiene, con
la revelación bíblica, la superación de toda concepción ahistórica de la
realidad, así como toda concepción cíclicamente fatalista y cerrada a toda
sorpresa.
El
hombre se concibe, pues, como verdadero artífice de la historia, y no como
simple instrumento en las manos de un destino impersonal, de un hado superior
que le abruma y le guía férreamente. El destino no existe, y la única
predestinación de la que todavía es lícito hablar a la luz de la revelación es
la llamada universal a la salvación, ofrecida a todos y no impuesta a nadie, en
el pleno respeto de la libertad autónoma y autodeterminante del hombre en la
historia. Pero hay más: la historia misma no es ya un círculo cerrado de
acontecimientos que encuentran en sí mismos y en su repetición cíclica el
sentido único y real, sino una línea abierta hacia el sentido y hacia el no
sentido en una secuencia de acontecimientos que son siempre fruto de una
providencia misteriosamente soberana y respetuosa. Y de una acogida libre y
autónoma, que tiene el cometido de inventar todos los días la vida. Esto
significa que el hombre es verdadera y propiamente el constructor de la
historia con una autonomía viva y realísima, misteriosamente vinculada, eso sí,
a la acción providente de Dios, pero no por ello menos real y efectiva. Esto
significa también que la historia misma está grávida de significado procedente
de quien la construye, Dios y el hombre; y que el encuentro histórico y real de
Dios y del hombre es, a la luz de la fe, el verdadero sentido de la historia
entera, la cual por eso mismo se convierte en historia salvífica y en
"economía de salvación". La verdad que salva no es, pues, una idea o
un complejo de ideas que iluminan desde lo alto, sino una historia, palabras,
acontecimientos y personas que se nos revelan, orientadas con todo su dinamismo
hacia un futuro cargado de significado posible, que tenemos que descubrir,
promover, construir, comprender y crear continuamente. La salvación tiene
lugar, pues, en la historia y a través de la historia; hasta el punto de que,
en visión cabalmente cristiana, la historia entera se convierte de alguna forma
en signo posible de la venida salvífica, en "signo del
tiempo" precioso de la salvación.
Aquí
se ha de llamar la atención sobre este "posible", ya que debemos
tener siempre presente que, una vez afirmado el contenido esencialmente
histórico de la salvación y de la fe, el dato histórico no es automáticamente y
de por sí salvífico como puro hecho acaecido, siempre y en todas partes, sino
que tau sólo se lo puede percibir en su significado salvífico dentro de un
horizonte hermenéutico y de una experiencia vivida, que constituyen la realidad
de la fe. Sólo en la fe se puede reconocer verdaderamente a Dios en la historia;
sin la fe, la doctrina, la experiencia vital y los mismos hechos salvíficos de
nuestra historia se degradan al rango de acontecimientos casuales y sin
significado salvífico.
III. "Creencia humana"
como lectura-creación de los signos de los tiempos
como lectura-creación de los signos de los tiempos
En
las frases finales del apartado precedente hemos puesto el acento en la
dimensión subjetiva del hombre que lee y hace la historia, así como en la no
automaticidad de la creación misma del sentido de la historia. Esto nos fuerza
a dar un paso hacia atrás con respecto a la fe cristiana y a concentrar la
atención en la posible diversificación de las actitudes del hombre histórico
frente al mundo y a la vida, es decir, a la historia misma. Porque no se ha
dicho que el hombre esté siempre dispuesto a reconocer la historia, los hechos,
la vida como signo real de una realidad ulterior, incluso en el orden puramente
temporal de la construcción de un futuro nuevo. Reconocer los hechos como
"signos" significa, efectivamente, cargarlos de una pregnancia distinta
de su objetividad brutal; significa leer en ellos todo lo que todavía no está
del todo presente, aunque sí potencialmente existente, legible y desarrollable
en embrión. El concepto y la realidad misma del signo con referencia a otro, en
quien se funda y en quien se orienta la intencionalidad misma del signo. Ahora
bien, si es verdad que la característica esencial del hombre es su capacidad de
conocerse a sí mismo y al mundo, y de vivirse a sí mismo y al mundo conocido,
no se dice con eso que por abrir los ojos a sí mismo y al mundo todos los
hombres estén dispuestos a ver en sí mismos y en el mundo, es decir, en la
historia, la realidad de signo, de referencia abierta y posible a un sentido
ulterior. La toma de conciencia del presente (yo y el mundo) puede conducir al
hombre por lo menos a tres salidas diversas, que se configuran precisamente
según la disponibilidad a ver en el presente un signo real de otra cosa o bien
un hecho sin posibles significados ulteriores.
1.
EL RECHAZO DEL SIGNO EN NOMBRE DEL PRESENTE IDOLATRADO O LA CONSERVACIÓN
ABSOLUTA - Una primera actitud frente al presente es la de la satisfacción, de
la tranquilidad total de quien se contenta viendo cómo van las cosas (yo y el
mundo) y desea tan sólo que continúen así. Este hombre no se sentirá impulsado
a actuar, a construir lo nuevo, sino sólo a conservar las cosas tal como están,
y su única acción, si es que realiza alguna, será la de impedir que los demás u
otras circunstancias cambien las cosas. Ningún impulso hacia una historia real
puede surgir de esta actitud. Pero un hombre de esta índole no es ejemplo de la
humanidad que construye la historia, sino todo lo contrario —al menos si la
historia no es un estanque inmóvil, sino un agua que corre hacia su plenitud en
la búsqueda posible de un sentido real más lleno—. Para este hombre, cuya vida
idolatra el presente aceptado tal como es, no tiene sentido hablar de los
hechos como signo de otra cosa más profunda. El
hecho es para él signo de sí mismo; es decir, no es signo de nada; es la
inmovilidad como historia imposible. Sobre este hombre "instalado",
seguro de sí y de la situación constituida en statu
quo, conservador radical, cae
el desprecio de los seres humanos incluso antes que la condena y la maldición
del Evangelio (Lc 12,19-20).
2.
EL RECHAZO DEL SIGNO EN NOMBRE DEL PRESENTE TOTALMENTE RECHAZADO O LA REBELIÓN
ABSOLUTA - Pero frente al presente se puede asumir también una segunda actitud
que, aunque parezca diametralmente opuesta a la primera, llega a la misma
conclusión paralizante v deshumanizadora a la vez. Puede haber, efectivamente,
alguno que, lejos de estar satisfecho del presente y percibiendo lo absurdo del
mundo, juzgue negativo el statu
quo, pero sin llegar a dar un
paso más allá de esta actitud negativa, pensando que no es posible hacer nada
para cambiar las cosas. Es la actitud del rebelde desesperado, que permanece
estéril para sí mismo y para los demás, si no supera su propia rebelión
afirmando que es posible realizar un mundo distinto y mejor, y creyendo en la
realización de un futuro mayor. El mundo va bien así, decía el conservador
satisfecho, y, consecuentemente, no hacía nada; al contrario, impedía que los
demás lo hicieran. El mundo va tan mal así, dice el rebelde desesperado, que no
hay nada que hacer para cambiarlo; y tampoco él, si es plenamente coherente con
esta tesis, hace nada, al menos nada realmente constructivo. Si permanece así,
es un ser inmóvil y sin esperanza. Es capaz todo lo más de destruir, jamás de
construir, ya que no sabe siquiera qué construir ni para qué. También para este
hombre el hecho, odiado y despreciado, es sólo signo de sí mismo; es decir, no
es signo de nada, sino de la muerte de toda esperanza en el tiempo y/o más allá
del tiempo.
3.
LA ACOGIDA DEL SIGNO: UN PROYECTO EN EL TIEMPO - Por esta razón, la única
actitud verdaderamente humana respecto al presente es una tercera, que combina
un primer juicio negativo (el
presente funciona mal) —capaz
de excluir la satisfacción conservadora—con una segunda afirmación positiva
(... pero puede y debe ser
cambiado), capaz de excluir
también la desesperación rebelde y puramente destructiva. Rechazada la actitud
del necio conservador, que fosiliza la historia, y la del rebelde desesperado,
que por un amor mal entendido la niega y la destruye, tenemos así la actitud de
quien sabe leer en el presente, a la luz del pasado, los signos de un futuro
nuevo que avanza, y avanza precisamente por obra del hombre, que construye la
historia, porque lee "los signos de los tiempos", los "signos" en el tiempo, los signos de la
realización de un proyecto que germina en su historia propia y en la del mundo
entero. Esta es la actitud del "creyente", entendiendo por esta
palabra a quien posee una fe, es decir, un proyecto que realizar en la historia
y que construir día a día junto con los demás. El "creyente" así entendido no sabe solamente que el
mundo va mal, sino también que puede ir mejor, que debe ir mejor, que le
incumbe a él y a todos los hombres la tarea de construir un mundo distinto y
mejor para todos. Este conocimiento suyo es expresión de su "fe", de
su "creencia", y no un puro y simple saber geométrico, intelectual y
abstracto, sino justamente una "fe". Por eso no le bastan a este
creyente los análisis científicos, ya que lo esencial es la lectura que hace de
ellos; no registrando pura y pasivamente los datos de hecho, sino dándoles uno
u otro significado, mayor o menor valor según la correspondencia con su fe. Que
es sabiduría (más que ciencia), y es experiencia del sabor de la vida (más que
análisis intelectual de los componentes de ésta).
Por
ello el creyente no es alguien que se limita a leer la realidad, ya que su fe
implicará una intensa y profunda actividad de descubrimiento, de creación, de
invención, de intuición, con sus riesgos y su perenne fecundidad creativa. Esta
fe humana se convierte así en una diagnosis intelectual y vital de toda la
realidad, cuyos defectos y tendencias descubre y la cual interpreta en sus
principios y en sus fundamentos, que continúan inexorablemente escondidos a los
ojos de quien "no
cree". A través de los contornos indecisos de la incertidumbre
del presente, la fe lee la figura clara de lo que será el futuro. En la
oscuridad de las tinieblas llega a descubrir los reflejos del esplendor que
emerge de una luz in
crescendo. Sin negar al
presente su valor, esta fe le asigna las directrices de desarrollo y de
perfeccionamiento que ha de seguir y reconoce en la lectura apasionada del
mismo presente los "signos de los tiempos" que le son propios, dado que lleva en
sí misma la clave de la lectura
profética de lo real, clave
que no descubre el satisfecho ni el rebelde, incapaces ambos, por razones
opuestas, de llevar a cabo una verdadera acción creadora de un futuro
diferente, es decir, de un verdadero movimiento de fe. En este sentido, el
"creyente" sabe que el mundo presente camina mal y sabe por qué
camina mal, puesto que tiene en sí mismo un proyecto
vital que le proporciona el
instrumento necesario para la diagnosis del presente y las líneas de una
terapia del futuro. No basta decir que el mundo está enfermo. Es preciso saber
por qué y actuar sobre las causas para llevarlo a su curación y plenitud. La
fe, o creencia humana, es entonces un proyecto intelectual y vital al mismo
tiempo, que da al hombre la posibilidad de ser verdaderamente hombre libre y
responsable de sí mismo y de la historia, capaz de escoger y forjar su futuro.
Con esta premisa, está claro que leer los "signos
de los tiempos" será un asunto serio y real tan sólo en la medida en que
esta lectura tienda a transformar la realidad misma, es decir, a objetivarse en
la realidad y no simplemente a enriquecer el bagaje de nociones de quien
"lee". Esto implica que exista también en quien lee los "signos
de los tiempos" la capacidad de no ser un simple soñador o un ideólogo de
profesión, un bibliotecario del futuro posible, sino un testigo apasionado del
proyecto que guía su lectura y que penetra en su vida, imponiéndose desde ella
en la historia. Para que la lectura de los "signos
de los tiempos" sea una lectura viva y creadora de historia, el proyecto
debe penetrar en lo íntimo de la persona que "cree"
y convertirse en "pasión",
generando la “paciencia", que consiste en la capacidad real de
superar los obstáculos y de soportar las pruebas, promoviendo todo germen de
historia que sea signo del tiempo naciente.
IV.
Fe judeo-cristiana: leer y construir los "signos de los tiempos"
El
complejo proyecto-pasión-paciencia, que constituye la creencia humana en la
multilateralidad de su dinamismo, no es extraño a la realidad de la fe cristiana.
Vista a esta luz, la fe cristiana es un modo singularísimo de realización de la
creencia humana fundamental, con la única diferencia radical de que el proyecto
mismo de vida no es inventado autónomamente por el hombre mismo, sino ofrecido
y donado por Dios en Jesucristo dentro de la historia de la revelación
salvífica, y con la realización plenamente respetuosa del dinamismo de la
creencia a que nos hemos referido. El creyente en Jesucristo no es (no debiera
ser) el conservador de un sentido muerto y petrificado ni el rebelde que
destruye todo sentido posible, sino aquel que lee y realiza un proyecto que
sabe que no es suyo por derecho propio, sino solamente por gracia, por don
gratuito de una libertad provocada únicamente por sí misma. Este proyecto de
Dios, que él acoge libremente y hace suyo en la fe teologal, a través de la
cual lee y anticipa el desarrollo de la historia, tiene necesidad de toda su
pasión humana, de todo su amor creado (que, asumido por el Espíritu, se
convierte en caridad teologal) y de toda su paciencia tenaz (que, reforzada por
la historia de la salvación, se convierte en esperanza paciente y generadora de
inaudita novedad). De esta forma toda la vida teologal: fe, esperanza y
caridad, puede convertirse verdaderamente en el modo cristiano de leer y crear
la historia.
Y
esta constatación es especialmente feliz, pues observamos que todos los
análisis que se han hecho hasta el presente convergen espléndidamente en una
síntesis nueva. Por una parte, la concepción lineal del tiempo bíblico, con su
desarrollo unitario y progresivo y con su plenitud de gracia, que se convierte
en salvación, nos confirma que la fe judeo-cristiana puede constituir el
horizonte de una verdadera y auténtica lectura —creación de los signos de los
tiempos—, por la superación tanto del tiempo, cerrado circularmente (visión
greco-pagana), como del carácter lineal e impersonal de un destino abierto, del
cual, sin embargo, el hombre sería simple objeto y componente pasivo (visión
fatalista del historicismo absoluto). Por otra parte, la realidad de la llamada
dirigida al hombre, desde Abrahán a los discípulos de Cristo, nos sitúa frente
a una historia que ya no está solamente cargada del sentido que encontramos en
ella (naturaleza), sino además de un sentido que se le da en cada momento
(gracia), y que no anula los múltiples sentidos que cada hombre lee y crea en
ella, sino que los vivifica desde dentro con un sentido definitivo y gratuito,
que es el sentido del don y de la presencia de Dios en Cristo dentro de la historia
humana. De esta forma, el actuar humano, es decir, la historia, es y continúa
siendo siempre portador de ese mundo de significados que el hombre crea e
inserta en él; pero, además, está investido de un significado ulterior, cuya
fuente es la libertad de un Dios que, idénticamente, se hace historia. El
hombre crea su historia según la lógica de su necesidad y la búsqueda de su
satisfacción; Dios, prometido y dado en Cristo (historia de la salvación:
Antiguo Testamento, Nuevo Testamento y tiempo del nuevo pueblo de Dios que es
la comunidad eclesial), ofrece en este horizonte la presencia gratuita de la
lógica de un don absoluto.
Leer
y construir cristianamente la historia es, por lo tanto, discernir y promover
continuamente el advenimiento del don. De su lógica, de su nacimiento, y de
desarrollarse y florecer dentro de la lógica de la necesidad y de la liberación
respecto a ella. Esto significa no perder jamás el sentido de la complejidad
real de cada acontecimiento humano histórico, en el que la fe verdadera sabe
siempre discernir sin oposición (dualismo), pero también sin absorción total
(historicismo monístico, integralismo religioso), el rostro de la libertad del
hombre y el rostro de Dios, que se entrega, es decir, que viene. En este ''sentido,
la liberación de la necesidad (historia humana hecha por el hombre) y la lógica
del don (historia humana invadida por la oferta de Dios en Jesús de Nazaret) se
entrecruzan continuamente en una historia que no es ya ni un libro abierto sin
misterio (repetitividad prefijada sin fantasía alguna de novedad creadora), ni
un enigma cruelmente impenetrable, en el que sólo el ciego acaso juega con la
libertad ilógica que degrada al hombre al rango de cosa. Se abre así el campo a
la obra insustituible del efectivo discernimiento cristiano de los signos de
los tiempos y de la efectiva promoción, en la misma historia, de
acontecimientos que estén realmente impregnados de la lógica del don, dentro de
la lógica de la liberación de la necesidad; es decir, que sean efectivamente
"signos de los tiempos" en
sentido total y pleno.
Así
pues, "los signos de los tiempos" —es una integración que me parece
completar al menos la letra de la enseñanza conciliar, aunque está
profundamente inscrita en el espíritu que ha animado al mismo Vat. II— no son
simplemente "escrutados", "leídos",
"interpretados", "juzgados", sino que son creados,
promovidos, actualizados por quien los toma en serio. Los cristianos no son
lectores de la historia, sino sus artesanos, siguiendo las huellas de
Aquel
que comenzó a actuar y después a enseñar (He 1,1), en consonancia natural con
el grito de sacrosanta rebelión que ha declarado clausurada la época en que era
posible limitarse a la lectura del mundo y llegado el momento de empezar a
cambiarlo". Más bien quizá este grito sea resultado de que demasiados
cristianos ni siquiera han escrutado los signos de los tiempos, satisfechos de
un presente que les complacía, o se han limitado a leerlos de una
forma pasiva, fatalistamente, en la seguridad de que algún otro habría hecho la
historia. Estos cristianos simplemente habían dado el nombre de Dios al hado
greco-latino, sin cambiar en lo más mínimo sus connotaciones horribles, que,
precisamente en el Dios de la promesa, de la pascua mosaica y de Jesús de
Nazaret, constituyen exactamente la cara inversa del destino pagano.
V.
La revolución nuclear de los signos de los tiempos
Antes
de pasar al intento de concretizar sucintamente cuáles pueden y deben ser los
criterios de una lectura e interpretación de los "signos de los tiempos" y cuáles los criterios en la
actualidad para nosotros creyentes de la Iglesia de hoy, me parece esencial que
dediquemos algunas reflexiones a ese aspecto de "fisión nuclear
doctrinal" del que he hablado [supra, 1, 3b] y que para mí está
representado por el ingreso de la noción misma de "signos de los
tiempos" en la doctrina de la Iglesia y en la teología y praxis cristiana.
Digo fisión nuclear, ya que una breve fórmula como ésta pudiera parecer
inadecuada para revolucionar —tal como apenas ha empezado a hacerlo y lo hará
siempre en adelante— la teoría y la praxis de la Iglesia y de los creyentes.
Sin embargo, es realmente así. Las consecuencias de la presencia y de la toma
en serio de esta noción son prácticamente universales, ya que afectan, tanto
desde el punto de vista del método como desde el punto de vista de los
contenidos, a la actitud total de la fe frente a la realidad y a toda la
interpretación teológico-doctrinal de la fe misma. Es indudable, a mi entender,
que esta exposición que estoy haciendo podría también invertirse, por cuanto se
podría sostener legítimamente que la fórmula y la teoría-praxis de los
"signos de los tiempos" han surgido como consecuencia de la
transformación, recibida a nivel teológico y doctrinal, del método y de la
presentación de ciertos contenidos de la doctrina y de la fe cristiana. Me
parece preferible ver en la doctrina de los "signos
de los tiempos" el núcleo elemental de esta formidable transformación
doctrinal y práctica. No es el momento, desde esta misma perspectiva, de
decidir en cada caso concreto si las diversas transformaciones que a
continuación enumeraré son presupuesto o consecuencia de la aceptación de la
fórmula y de la doctrina de los "signos de los tiempos". A mi
entender, lo que es innegable es la importancia decisiva de esta noción, que se
coloca en el centro de la revolución doctrinal y operativa que la Iglesia está
viviendo, con la conciencia siempre renovada de la permanencia del depósito
irrenunciable, que está por encima o por debajo de toda transformación (unidad
de la fe), pero con la conciencia a la vez de la necesidad y el deber de
traducir esta unidad en respuesta incesante a las transformaciones históricas
del sujeto vivo al que está destinada la fe misma (la humanidad) y el sujeto
vivo en el que se transmite esta misma fe (la Iglesia como pueblo del Dios
vivo).
1.
REVELACIÓN Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS - En el contexto de la doctrina de los
signos de los tiempos se transforma, en el sentido indicado, el modo mismo de
concebir la revelación. Esta ya no es solamente un mensaje cognoscitivo, sino
también, y ante todo, un don histórico. La palabra es, pues, también
acontecimiento, la luz es calor, la idea es vida y el conocimiento es
presencia. La revelación no es tan sólo teofanía, aparición de Dios al que se
ve y habla, sino teo-ergia, presencia de Dios que actúa.
2.
FE Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS - Algo parecido puede decirse de la fe. Esta no es
solamente realidad intelectual y cognoscitiva, sino encuentro personal del
hombre con Dios, que se ofrece en la historia en Cristo y en los hermanos
reales; no es sólo aceptación mental de un proyecto de Dios sobre el mundo y
sobre el hombre, sino pasión militante, que ejecuta este mismo proyecto
histórico y metahistórico, y a la vez paciencia tenaz, que supera todo
obstáculo y soporta toda lucha en la construcción de un mundo nuevo. No es ya
únicamente asenso interior a formulaciones verdaderas reveladas, sino además
operatividad exterior, por la que estas verdades se transforman en historia
viva; no es sólo espera de las cosas últimas (la eternidad), sino preparación
de ellas por la liberación continua de las cosas penúltimas (historia); no es
sólo lectura del Evangelio como palabra de Dios, sino lectura de la historia de
los hombres, en la cual la palabra ha fijado su morada (Jn 1,14).
3.
TEOLOGÍA Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS - También la teología sufre el contragolpe de
los signos de los tiempos: se transforma en un continuo interrogarse
científicamente con todo el dinamismo de la razón (ciencias humanas y
filosofía) y de la fe, sobre los modos de presentarse y realizarse la lógica
del don absoluto dentro de la lógica de la necesidad, vivida en una comunidad
histórica (la Iglesia) de cara a una vida cada vez más comunitaria en la
historia y más allá de la historia en continua fidelidad a la tierra y al
cielo; por tanto, a las culturas y a las metodologías que le son propias, y a
la fe y su libertad soberana. Los signos de los tiempos presuponen y crean una
teología distinta, consciente de la historicidad, de la provisionalidad, de la
fragilidad de las conclusiones del hombre y de la Iglesia misma en cuanto
humana y, al mismo tiempo, consciente del peso de eternidad que palpita ahora
en la fragilidad histórica de la "carne", en sentido joaneo, desde el
momento en que la palabra se ha hecho "carne".
4.
HISTORIA Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS - Así pues, la historia a la luz de la
doctrina de los signos de los tiempos, es unidad sustancial en cuanto
actualizada a base de tentativas y alternándose transparencia y opacidad,
creación y salvación, libertad humana y gracia, plan providencial de Dios y
construcción responsable del hombre. Esto implica un optimismo salvífico
fundamental, cuya base es verdaderamente histórica
(creación-promesa-encarnación) y cuyo resultado es verificación plena de todo
lo que es historia en una dimensión de don que sobrepasa la liberación de la
necesidad (historia humana), verificación definitiva de la encarnación y
manifestación gloriosa de los hijos de Dios, más allá del difícil camino en el
que "toda la creación gime y está en dolores de parto" (Rom 8,22). Se
da, por lo tanto, un cierto desvelarse de la historia en su dinamismo y en su
lógica; pero subsiste el misterio, ya que es imposible que, por encima de la
intuición de fe de esta unidad de camino. Afirmada y testimoniada en la
historia, percibamos con evidencia absoluta la unidad del camino mismo y la
transparencia de la progresiva recapitulación en Cristo: "Desde ahora
somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado" (1 Jn 3.2). "Ahora vemos como en
un espejo, pero luego veremos cara a cara" (1 Chor 13,12).
5.
El. HOMBRE Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS - A la luz de la doctrina de los signos de
los tiempos, el hombre ya no puede concebirse como una esencia natural
abstracta; como un concepto "predicable" según la clasificación de
género. Diferencia específica y especie; como humanidad ideal sin referencia a la
historia real de cada día y sin poner el acento en su concretísima
individualidad irrepetible, pero plenamente reabsorbible en estructuras
económicas y sociales. El estaticismo abstracto de una falsa metafísica
tradicional, que desprecia la historia, el mundo y lo concreto, y, por otra
parte, el historicismo absoluto, que disuelve la persona y su emergencia en el
anónimo fluir de estructuras materiales o espirituales de cualquier índole, no
tienen espacio en el contexto de los signos de los tiempos. La historia no es
una entidad aplastante para el hombre; pero tampoco es algo que resbale sobre
él sin tocarlo, puesto que el ser del hombre está marcado verdadera y
profundamente en su interior por la sucesión de los acontecimientos históricos.
6.
IGLESIA Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS - La misma autoconciencia de la Iglesia no
podría menos de quedar modificada por la presencia de la fórmula-realidad de
los signos de los tiempos en la misma enseñanza de la doctrina cristiana. A la
luz de los signos de los tiempos, la Iglesia es el lugar en que el Evangelio
está siempre actual y explícitamente operante en la historia, el lugar en que
la palabra se convierte en acontecimiento, historia cotidiana y existencia
concreta. Por eso el lugar en el que la Sagrada Escritura está viva sólo puede
ser la comunidad de los creyentes, y por eso mismo la tradición de la Iglesia
—que es preciso distinguir cuidadosamente de las tradiciones de los hombres,
incluidos los hombres de iglesia— no es un elenco de verdades que hay que
repetir de memoria, sino una herencia histórica que hay que vivir, una
plataforma en la que tomar impulso continuo para construir una historia nueva
proféticamente vivida. La vida de la Iglesia, pues, no es solamente anuncio
correcto, es decir, ortodoxia, sino testimonio vital, promoción del reino,
liberación del don absoluto (gracia), dentro de las liberaciones autónomas de
la necesidad (historia), o sea también ortopraxis. Por ello no hay Iglesia sin
una experiencia real de la unidad en y a través de la diversidad, de forma que
el pluralismo no es una realidad posible para vivir la unidad, sino el único
modo real de poder vivir verdaderamente la unidad. Una unidad de profesión y de
doctrina no vivificada por la concretez de los acontecimientos a la luz de los
signos de los tiempos no sería unidad, sino muerte, puesto que constituiría una
geometrización autoritaria, deshumana, inverificable, imposible de vivir,
clerical y eurocéntrica de la fe cristiana. Marcada por la doctrina-realidad de
los signos de los tiempos, la Iglesia se descubre como histórica, y por lo
tanto grávida de eternidad; misionera, y por lo tanto fundamentada sobre la
piedra firmísima de la fe; en camino, y por tanto capaz de reconducir todas las
cosas a Cristo; imperfecta, y por lo tanto digna de predicar la perfección;
múltiple, y por lo tanto capaz de anunciar la unidad; mundana, y por lo tanto
llamada a realizar el reino.
7.
JESUCRISTO Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS - La doctrina-realidad de los signos de los
tiempos concentra nuestra atención en el "señorío" de Cristo, que no
se concibe en términos metafísicos-cosmológicos, sino en términos
histórico-vitales. Jesucristo es el Señor de la historia, que vive dentro de lo
que palpita; que se construye dentro de ella, reconocible a los ojos de la fe en
todo acontecimiento de liberación y de justicia, presente en todo grito de
dolor y de piedad, invocado en toda aspiración de novedad y plenitud, capaz de
atraer a sí todas las cosas de la historia y de la eternidad, recapitulador
fraternal de todo impulso de amor verdaderamente humano que destella en la
historia. Porque Jesús de Nazaret está vivo en la historia, ésta es ya de
alguna forma el reino y no simplemente una etapa de errores y tinieblas, un
retraso malhadadamente producido en el proyecto de Dios, un paréntesis
desafortunado en el océano imperturbable de una eternidad concebida según el
modelo de una inmovilidad deshumana. La historia está llena de Cristo para
quien lee los signos de los tiempos.
8.
ESPÍRITU Y SIGNOS DE LOS TIEMPOS - También el modo de concebir (y más aún de
vivir) la realidad del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y de los
creyentes ha sufrido una profunda transformación, debido a la doctrina-realidad
de los signos de los tiempos. A su luz, es más cierto que nunca que la era de la
Iglesia peregrinante es la era del Espíritu Santo. El es el gran animador de la
historia, que suscita los profetas y los santos, los testigos y los apóstoles.
En los acontecimientos de salvación que fatigosamente realizamos con nuestra
vida y que descubrimos con nuestra investigación escrutadora de la historia, él
es la trama escondida, el verdadero agente soberano, aquel que mueve todo lo
que tiende al reino, que inspira la fuerza de luchar contra todo lo que
obstaculiza la realización del reino, que recapitula todas las cosas en Cristo
(cf. Ef. 1,10). A la luz de los signos de los tiempos, el creyente busca e
intuye con los ojos de la fe, ciegos y a la vez penetrantes sin igual, su
presencia operante en la historia propia y en la historia del mundo. El es, el
Espíritu, quien manifiesta a la Iglesia, igual que al principio, cuando se
revela a la luz de Cristo; él quien garantiza y suscita una penetración siempre
nueva y una comprensión actualizada de la Escritura. El es la fuente de los
carismas y quien está presente allí donde se busca la unidad de las iglesias,
pero también y simplemente la unidad de los hombres y de los pueblos. Los
grandes acontecimientos que transforman el rostro del mundo pueden ser signos de su operatividad,
voces suyas que llaman a las iglesias al reino (Ap. 2,7ss), invitación del
Espíritu a la esposa (Ap. 22,17).
Es
evidente que podríamos continuar hasta el infinito subrayando las profundas
modificaciones que se han desencadenado, por lo que atañe a nuestro mismo modo
de comprender y vivir los contenidos de nuestra fe, en toda la realidad de la
vida de la Iglesia y de los cristianos de hoy por la simple presencia operante
de la doctrina-realidad de los signos de los tiempos. Pero en este punto surgen
como esenciales dos interrogantes ulteriores, que afrontaremos para concluir
estas reflexiones antes de intentar una enumeración muy subjetiva de los que, a
nuestro parecer, pueden estar indicados actualmente como auténticos signos de los
tiempos. Los dos interrogantes mencionados afectan a la lectura-interpretación
correcta de los signos de los tiempos y al tema adecuado de la misma.
VI.
Criterios para leer e interpretar los signos de los tiempos
A
la luz de cuanto precede, es patente la afirmación de que la historia es
"rica en signos de la presencia de Dios"; es decir, que la historia
tiene un sentido que no sólo responde a la lógica de la necesidad, sino también
a la lógica del don, instaurada y ofrecida en la esperanza, con la presencia y
en la memoria de Jesús de Nazaret, el signo pleno y total del
"tiempo", y no sólo de este o de aquel tiempo, el signo único y
verdaderamente revelador del sentido pleno de la historia entera. Sin embargo,
esta afirmación plantea el problema de cómo discernir, sin confundirlos y
separarlos, los signos de la historia autónoma del hombre, que se despliegan en
el agotamiento histórico de la citada lógica de la necesidad, y los signos de
la presencia auténtica de Dios en esta misma historia, que se realizan en el
acontecimiento igualmente histórico y libremente gratuito de la lógica del don.
Para interpretar, pues, correctamente los signos de los tiempos, será preciso
recurrir a algunos criterios de lectura, primero, y de interpretación, después,
de la historia entera, que viene a configurarse como historia de la salvación
en el sentido de historia en la que ya está presente la salvación, y como
"la serie de acontecimientos temporales conocidos con la luz de la fe,
mediante los cuales Dios llama al hombre a la salvación y el hombre a su vez
responde a esta llamada, y que a través de su mutua relación preparan
progresivamente la salvación escatológica". Me parece posible afirmar
que de alguna forma el texto de GS 44 citado al principio [supra, 1, 3b] sugiere, aunque con cierta
aproximación, los diversos niveles en que debe colocarse quien quiera leer cristianamente la historia. No era,
evidentemente, intención del Vat. II sugerir de forma explícita la respuesta a
nuestra pregunta; pero cuando leemos que "es deber de todo el pueblo de
Dios, sobre todo de los pastores y de los teólogos, escuchar atentamente,
comprender e interpretar con la ayuda del Espíritu Santo los diversos lenguajes
de nuestro tiempo y saberlos juzgar a la luz de la palabra de Dios", encontramos
una sugerencia que ciertamente viene a nuestro caso.
1.
ESCUCHAR ATENTAMENTE - Pienso que la primera cosa que hay que hacer es
precisamente la que hemos subrayado en esta expresión con el verbo
"escuchar". Ello supone una actitud profundamente respetuosa con la
realidad en su configuración precisa y en sus raíces reales. En otras palabras,
es importante que el hecho-signo se considere ante todo como lo que es, en su
exacta configuración, en sus causas reales, en las dimensiones precisas que se
imponen a una observación atenta. Eso significa que la lectura cristiana de la
historia, atenta a captar en el desarrollo autónomo de la responsabilidad del
hombre, como tarea (Aufgabe) de realización-escucha de la
lógica de la necesidad, la realidad incipiente y prometedora de la lógica del
don (Ausgabe), no puede menos de poner en
práctica ante todo cualquier posible instrumento de lectura humana, tomando en
escrupulosa consideración los datos reales de la historia misma, estudiada con
todas las riquezas y con todos los instrumentos de las ciencias históricas y de
las disciplinas humanas. La lectura cristiana de los signos de los tiempos en
la historia no puede, por tanto, rechazar, dejar de considerar o contradecir la
realidad de los datos de hecho. Por eso a este nivel se descubre lo importante
que es para una lectura real de los signos de los tiempos todo el complejo de
las ciencias humanas; en una palabra, todo el complejo de la cultura en su
sentido más amplio, que incluye las ciencias empíricas, las inspiraciones
ideales y las aspiraciones morales de los seres humanos de una época
determinada. El hecho tiene que ser respetado, pues, en su
"facticidad" (para usar un neologismo algo feo, que expresa bien este
concepto), y sólo sobre esta base puede leerse e interpretarse a la luz de la
salvación como "signo del tiempo", como "signo de la presencia
de Dios en el mundo". Esto excluye de la lectura cristiana de la historia
—lo cual representa una primera conclusión importantísima— dos tentaciones
aparentemente contrapuestas, pero que se repiten constantemente y que tienen
una estrecha relación entre sí: la tentación de lo que aquí llamo ideología, sin la pretensión de plegar este
término absoluto al sentido que ahora le daré; y la tentación de lo que llamo moralismo, insistiendo en la misma precaución
semántica.
a) La ideología. Llamo ideología en este contexto a la distorsión,
consciente o inconsciente, de un hecho real con el fin de plegarlo a una
utilización dentro de un sistema preconstituido. Se hace ideología, por tanto,
cuando el hecho es mutilado en su realidad concreta o cuando las proporciones
reales del mismo son distorsionadas y ajustadas con el fin de que resulte
funcional para una finalidad muy precisa que llega a ser capaz de pretender
proyectar su luz no sólo sobre el sentido que el hecho tiene para quien lo lee,
sino sobre el hecho mismo. En este contexto, la ideología es mutilación del
hecho, negación de los derechos de la verdad efectiva de las cosas, inserción
forzada y distorsionante de un acontecimiento en un mundo de significados que
no le son connaturales. En este sentido, un ideólogo no es apto para leer
cristianamente la historia, porque no lo es para leer la simple historia; no
escucha atentamente los hechos, sino que se impone a ellos, los mutila o los
amplifica; quiere que los hechos le sirvan a él, y para lograrlo niega su
realidad. El ideólogo es siempre, en este sentido, un hombre que odia la
realidad, que no le reconoce derechos, que cierra los ojos a una parte de
verdad, que construye todo un sistema con pretensiones de absoluto sobre un
fundamento extremadamente frágil y falaz. Para aclararlo aduciremos dos
ejemplos de actualidad. Es ideología reducir el complejísimo hecho religioso a
alienación pura y simple, a opio del pueblo, a ilusión del deseo irreal, sin
respetar la notable realidad de unos hechos que están muy lejos de ser
alienantes, adormecedores e ilusorios, y que se verifican en el amplísimo
ámbito que es la historia real de la "religiosidad" humana, e incluso
cristiana. Cierto que en la religión, e incluso en la religión cristiana, ha
habido y hay también alienación, opio del pueblo e ilusión del deseo; pero los
hechos observados en su realidad no pueden legítimamente reducirse a esta sola
dimensión suya. Pero también es ideología falaz reducir simplemente ese enorme
hecho que es el movimiento de las ideas y de la acción que arrancan de Marx al
socialismo, al ateísmo de Estado, al odio de Dios y al rechazo del amor. Es
ideología también reducir el análisis y las instituciones de Freud a invención
desacralizadora y enemiga de la fe. Será preciso tener en cuenta también, por
lo que respecta al movimiento marxista, la enorme carga moral de protesta y de
amor al hombre que le anima, la capacidad concreta de análisis de la realidad y
de los instrumentos que se han puesto en práctica a este nivel por el
movimiento en su compleja historia, cada vez más pluralista; las evoluciones
más o menos recientes que se han verificado en él y que
se encuentran en vías de maduración. Y será preciso también tener en cuenta,
ciñéndonos a los ejemplos dados, la fecundidad interpretativa y las
innumerables verificaciones positivas que el análisis freudiano ha manifestado
y refutado respectivamente. El ideólogo es aquel que no sabe escuchar los
hechos; y, en este sentido, no hay interés de grupo, ni amor a la causa, ni
espíritu de cuerpo, ni disciplina de partido o de iglesia que pueda aspirar a
ocupar un espacio absoluto en una lectura cristiana de la historia.
b) El moralismo. La segunda tentación que obstaculiza
la escucha atenta y que repercute, como veremos, en el núcleo mismo de la
lectura y de la interpretación de la historia (y, por lo tanto, en la de los
signos de los tiempos), es la tentación del moralismo, que también puede
manifestarse como una variante de la tentación de la ideología. Entiendo por
moralismo en este lugar la tendencia a considerar los hechos no en el preciso
contexto histórico en el que se verifican, sino en su naturaleza abstracta de
negatividad o de positividad, de vez en cuando condenada o puesta como ejemplo,
pero nunca comprendida suficientemente, es decir, captada en sus raíces
históricas, ambientales, culturales, etc. No me parece necesario extenderme en
esta segunda tentación, porque creo que es una sutil variante de la primera. En
efecto, quien lee moralísticamente un hecho distorsiona sus raíces y sus
causas, o incluso no las toma para nada en consideración, precisamente porque,
consciente o inconscientemente, siente el riesgo de implicaciones distintas, de
una provocación incómoda o de un compromiso más profundo, que se derivaría de
una consideración no satisfecha con la superficie y que llega a las raíces
próximas y remotas de un hecho-acontecimiento. También en este caso se trata de
una repulsa a tomar en cuenta la "facticidad" real, que induce a la
prisa por juzgar de forma defensiva los propios intereses y el propio poder
antes de tomarse la molestia de interpretar la realidad en su naturaleza
pro-funda y compleja. El "moralista", en este sentido, atribuye a los
demás, al hado o incluso a la voluntad divina intenciones, causalidades o
hechos que, sise analizaran más de cerca, sin miedo y con mayor calma, se le
revelarían distintos, inexistentes o responsabilizantes de otra forma. El uso
indiscriminado de expresiones como "voluntad divina", "mala suerte", "leyes inmutables de
la historia", "necesidades
políticas”, “derecho a la conservación propia", "libre
competencia", "leyes del mercado", etc., revela a veces qué
distante y con qué profundidad puede insinuarse el moralismo al que se sitúa
frente a los hechos.
2.
COMPRENDER E INTERPRETAR - Una vez que nos hemos puesto en disposición de
escuchar, no en plan ideológico ni moralístico, el acontecimiento-signo y que
hemos echado mano para ello de toda la riqueza de los instrumentos de
observación analítica y objetiva que las ciencias nos ofrecen, se trata no
simple ni inmediatamente de juzgar, sino primero de comprender (el texto latino
del concilio dice discernir) los signos de los tiempos. Me
parece que esta nueva dimensión del itinerario de una lectura cristiana de la
historia, y, por tanto, de los acontecimientos vistos como signos de los
tiempos y como "signos
del tiempo", añade una característica esencial a nuestro
camino. Discernere, según su etimología, implica la
capacidad de dividir en profundidad, de penetrar en el interior, de simpatizar
en alguna medida con el acontecimiento humano precisamente en cuanto humano; y,
por lo mismo, implica una serie de proyectos, esperanzas, deseos, ilusiones,
sufrimientos, etc. Para comprender y para interpretar es, por lo tanto,
necesario de alguna forma ponerse en la misma longitud de onda del
acontecimiento, entrar en simpatía con él, adherirse en algún grado a cuanto
implica de humano. Esto significa que no puede comprender el
acontecimiento-signo quien no simpatiza, quien no se expone frente a él, quien
piensa únicamente en defenderse de los riesgos y evitar los peligros, quien es
hostil a priori a la historia, quien no es capaz
de arriesgarse él mismo y no sabe lanzarse en medio de las aventuras de los
seres humanos. Esto no significará sin más aprobar todo o simular no ver el
mal, los riesgos o las posibles distorsiones, sino que exigirá de entrada estar
abierto verdaderamente a compartir, a simpatizar con los acontecimientos
humanos y a no considerarlos siempre y absolutamente como enemigos. Para
comprender el mundo cristiano, es decir, para leer los signos de los tiempos en
el mundo, en ese mundo que "Dios ha amado tanto que le ha dado a su
Hijo". Es preciso mancharse las manos con él, es preciso arriesgarse en
él, involucrarse en su historia, estar verdaderamente "en el mundo",
aunque sea sin ser "del mundo" en el segundo sentido joaneo de
oposición al reino. Quien no se mezcla en la historia, quien no se arriesga en
ella, quien no mira a los seres humanos desde ellos mismos, quien no comparte
la suerte de los hermanos en todo lo que no es mal y pecado, no puede
comprender cristianamente la historia y tampoco los signos de los tiempos en
ella porque no los comprende humanamente. Los pájaros de mal agüero, los
desconfiados a priori, los
"nostálgicos" crónicos, que llevan la verdad en el bolsillo y están
convencidos de que no tienen nada que aprender de nadie, jamás comprenden la
historia ni leen los signos de los tiempos y, por lo tanto, tampoco los signos
de la eternidad, no gustan la vida, no creen existencialmente que creación y
salvación son dos realidades positivamente unidas ya en el tiempo. Sin
irenismos fáciles y sin olvidar la presencia del mal y del rechazo de Dios y
del hombre en la historia, quien quiera leer y construir los signos de los
tiempos a la luz del "Signo
del tiempo", que es Cristo salvador, no puede dejar de entrar
en esta disposición cordial de espíritu frente a los acontecimientos; sólo así
los comprenderá y será capaz de interpretarlos
No
son éstas palabras sin importancia o sin consecuencias, que pueden parecer, y
realmente lo son, profundamente desconcertantes. Hablar de mundo, hablar de
historia significa hablar de los hombres, de la gente, del pueblo. Esto
significa que quien no vive con los hombres, con la gente y con el pueblo no
puede comprender y leer cristianamente la historia, aunque sea bautizado,
sacerdote, obispo, teólogo, teorizador perfecto de dogmas y de oraciones
litúrgicas. Por esta razón alguien ha escrito que "el área de la profecía
es el pueblo" y que todo depende de esto: de estar en medio del pueblo.
"Los hombres de iglesia cambiarían de golpe el día en que fueran pueblo y
pensaran desde allí, desde el pueblo'. A esto se deben, quizá. Ciertos retrasos
en nuestro mundo de cristianos, teólogos y hombres de iglesia para comprender
la historia y vivir los signos de los tiempos
Las
razones de reiterados retrasos históricos por los cuales la Iglesia. En cuanto
depende de nosotros los hombres. Puede parecer que va a la zaga al menos de una
revolución cultural y que acoge las sucesivas conquistas de los hombres tan
sólo y precisamente cuando ellos comienzan a dudar de ellas y entran en una
nueva fase cultural que les conduce a superarlas, esas razones quizá se
encuentren también aquí. Nacía la sociedad burguesa, y los hombres de iglesia,
separados del pueblo, defendían las sociedades aristocráticas; nacían las
sociedades nacionales y democráticas, y los hombres de iglesia, separados del
pueblo, defendían a los monarcas y el concierto europeo salido del Congreso de
Viena (1815): nacía la sociedad industrial, y los hombres de iglesia, separados
del pueblo, elogiaban y defendían la sociedad agrícola; nacía la sociedad
científica, y los hombres de iglesia, separados del pueblo, veían sólo los
riesgos de las ciencias para la fe y la vida cristiana; intenta nacer la
sociedad en que la mujer sea verdaderamente igual al hombre [<Feminismo, y
los hombres de iglesia, separados del pueblo, parecen cortejar todavía a una
ciudad en la que el primer puesto corresponda al hombre varón. Todo esto
porque, separados del pueblo, cerrados en una atmósfera sacral o
burocráticamente mundana a pesar de las apariencias espirituales y víctimas de
un eficientismo eclesiástico que no por ser tecnológicamente moderno está más
cercano del Evangelio, carecemos de los medios de comprensión, de
discernimiento, de simpatía real para comprender, es decir, para discernir y
después interpretar los acontecimientos.
El
resultado puede ser el desconcierto, la inseguridad agresiva, no comprender
simple y llanamente el sentido de lo que nos rodea, perdernos en diatribas
carentes ya de significado alguno para el hombre (que si latín o lengua vulgar
en la liturgia; si sotana, o clergyman, o traje de paisano; si comunión en la
mano o en la lengua, etc.); un lenguaje de repetición automática, que no
advierte siquiera que no es escuchado porque resulta objetivamente
incomprensible, dada la insuperable distancia cultural entre los
interlocutores. Todo esto puede llevar, y de hecho lleva frecuentemente, a la
irritación victimista de los hombres de iglesia, que se sienten perseguidos,
intencionadamente rechazados, hostigados, y se asimilan de buena fe a Cristo
perseguido. En realidad, las cosas están todavía peor, porque la persecución,
la hostilidad, etc., presuponen una relación que, por el contrario, no es
muchas veces ni siquiera posible, ya que la realidad de la distancia cultural
sólo permite la indiferencia. Hemos creado con nuestros retrasos no una Iglesia
hostil al mundo —lo cual ya sería algo y correspondería a un aspecto del
Evangelio—, sino una Iglesia indiferente, siempre y sólo por lo que depende de
nosotros los hombres; y esto es infinitamente más triste. En cambio, cuando se
da este estar en medio, este entrar en profundidad en el acontecimiento-signo,
este comprometerse con quien hace la historia y con la historia que se hace,
entonces se abre el camino posible para la interpretación crítica de los signos
de los tiempos en la historia.
Interpretar,
en ese contexto, quiere decir precisamente poner en relación con la propia
realidad de la vida el hecho-signo que se ha comprendido, lo cual no se ha de
dar por descontado o como algo obvio, ya que los hechos-signos no se sitúan
automática o fácilmente en relación espontánea con la vida de quien los crea y
los lee. Será preciso entonces tener en cuenta lo que aparece en la superficie
del hecho-signo y lo que, por el contrario, constituye el mensaje profundo del
mismo. Será preciso considerar la relatividad coesencial, ya que lo que es
signo de los tiempos aquí y ahora puede no serlo en otro lugar o en otros
momentos. Será preciso ejercer un análisis crítico para percibir posibles
ambigüedades de sentido y seleccionar el significado descollante que supere
tales ambigüedades, que de otra forma podrían resultar paralizantes. Será
preciso, si no se ha hecho todavía plenamente en la escucha atenta del
acontecimiento, purificar nuestra interpretación de todo residuo de ideología y
de moralismo falaz o inmovilizante, respectivamente. Será preciso ser capaces
de distinguir en los hechos y movimientos históricos la sustancia humana
sustentadora y las circunstancias de ideología, historia y eficacia contingente
que, de pasar inadvertidas, podrían comprometer la verdad de la interpretación.
Será preciso tener siempre presente el mundo vital de la fe, de la presencia de
Dios en Cristo y en la Iglesia, de la vida concreta de las comunidades de fe,
para no correr el riesgo de engañarnos en la interpretación misma de lo que
debería ser estímulo posible para aquella presencia y para esta vida. Mas en
este mundo vital de la fe y de la presencia de Dios en Cristo y en la Iglesia,
etc., jugará siempre un papel decisivo la libertad absoluta del don de Dios,
por una parte, y la libertad humana de la respuesta histórica, por otra; hasta
el punto de que será imposible, incluso en la interpretación más correcta y
alerta de los signos de los tiempos, adelantar cualquier pretensión de marcar
mecánicamente las futuras evoluciones y prever con exactitud las líneas de
conducta de Dios y de los hombres en la historia. Esto no es secundario, ya que
condena a la inutilidad cualquier pretensión de hacer inventarios de signos de
los tiempos relativos al futuro, precisamente porque ni Dios ni el hombre son
máquinas necesitadas, sino libertades realmente autodeterminantes, aunque en grado
distinto. La única posibilidad de unidad radica entonces no en una programación
a priori de los signos de los tiempos, sino
en el horizonte de una fe única, vivida en la única palabra viva, en la única
comunidad que es la Iglesia. Y, sin embargo, esta unidad no exime para nada del
constante esfuerzo de atención actual a lo que sucede.
3.
JUZGAR - He aquí por qué, después de escuchar, comprender (es decir, participar
vitalmente) e interpretar los hechos, será necesario "juzgarlos a la luz
de la palabra de Dios", según dice explícitamente la GS, con el fin de
captar verdadera y completamente su naturaleza de signos de los tiempos, es
decir, la profunda pregnancia que los hace emerger de la simple ocasionalidad,
casual o fatalista, y también de la natural intencionalidad, en el horizonte de
la lógica de la necesidad, para hacerlos vivir dentro de la lógica del don, o
sea de la presencia viva y gratuita del reino en la historia, que precisamente
en esta presencia es historia de salvación ya presente, pero todavía no manifestada o
realizada totalmente. Porque los signos de los tiempos son siempre ambiguos de
por sí y sólo revelan plenamente su fecundidad de salvación en la historia
mediante el discernimiento completo y vital si aparecen iluminados y
vivificados por la luz de la fe, no de manera integralista o con pretensiones
monopolistas, sino mediante la docilidad real al Espíritu que habla en la fe de
la Iglesia. Eso es lo que expresan explícitamente las palabras de Pablo VI:
"Para nosotros los cristianos, este acto reflexivo es necesario si
queremos descubrir `los signos de los tiempos', porque, como enseña el concilio
(GS 4), la interpretación de los `tiempos', es decir, de la realidad empírica e
histórica que nos circunda y nos impresiona, debe hacerse `a la luz del
Evangelio'. El descubrimiento de los `signos de los tiempos' es un
hecho de conciencia cristiana; resulta de una confrontación de la fe con la
vida... Esta es la antigua y siempre viva palabra del Señor que resuena en
nuestros espíritus; Vigilad' (Lc 21,36). La vigilancia
cristiana sea para nosotros el arte en el discernimiento de los signos de los tiempos'. Esta vigilancia debe hacer que
seamos capaces de distinguir, precisamente mediante el juicio emitido a la luz
de la fe, los signos verdaderos de la presencia y del plan de
Dios, como dice explícitamente el concilio (GS 11), porque pueden existir
también falsos signos de los tiempos: "Es verdad que en el mundo obra el
Espíritu creador; pero también es verdad que en él obra igualmente el misterio
de la iniquidad, por lo que sin un examen a la luz de la palabra de Dios no se
puede saber si una determinada corriente de ideas ha sido suscitada por el
Espíritu Santo o por el espíritu maligno. Es verdad que el cristiano ha de ser
solidario de los demás hombres, mas sólo en cuanto éstos no pertenecen al
`mundo', el cual se opone a Cristo..."". Esta obra de discernimiento,
es decir, de juicio, tendrá criterios; y, evidentemente, no pueden ser otros
que la luz de la palabra, como se ha dicho, y la adhesión vital a la realidad
global de la fe, subrayada expresamente en GS 11 y atribuida de forma explícita
a la presencia y a la acción del Espíritu Santo (GS 44). Por lo demás, son
palabras llenas de toda la enseñanza moral bíblica, la cual continúa subrayando
el deber de juzgar en la presencia vital de Cristo y del Espíritu lo que
contribuye a la edificación del reino y lo que obstaculiza esta misma
edificación".
Como
es obvio, esto se realiza teniendo en cuenta el hecho de que existe una
relación íntima y connatural entre el orden y la comprensión racional de la
realidad, por una parte —y entiendo por "racional" todo el ámbito de la investigación
humana, tanto fisiológica como científica—, y el orden y la comprensión de la
gracia misma, que no está en contradicción con aquéllos, sino que los anima y
los vivifica desde dentro por exclusiva iniciativa de Dios, que se entrega sin
humillar ni destruir a la criatura. Por esta razón, entre los criterios de
discernimiento contamos también con las reglas elementales de la experiencia
común de los hombres, con todas las riquezas del sentido común, de la razón, de
las ciencias empíricas y humanas. Así, es sobradamente cierto que los criterios
de fe jamás oscurecen ni excluyen los criterios propios de la experiencia
humana; de suerte que todos los hombres tienen de alguna forma la posibilidad
proporcionada a su grado de humanidad y gracia, explícita o implícitamente
vivida, de reconocer la realidad verdadera de los signos de los tiempos:
"Es un derecho y un deber de cada hombre y de todos los hombres actuar y
ejercer este discernimiento entre los acontecimientos y el bien moral conocido
por su conciencia; según las palabras de san Pablo, `para aquellos que no
tienen ley, ellos mismos son su propia ley' (Rom 2,14). Por ello la teoría de
los signos de los tiempos afecta a todos los hombres de buena voluntad y no es
monopolio de los cristianos.
Con
esta última indicación y con las alusiones explícitas de los textos del
concilio, podemos responder, aunque sólo sea brevísimamente, al segundo
interrogante planteado anteriormente [>'V, al final]: el que
concierne al sujeto adecuado de la lectura-discernimiento de los signos de los
tiempos. Es evidente que de algún modo este cometido atañe a todos los hombres;
pero también está claro que atañe plenamente al pueblo de Dios entero (GS 4, 11,
14), y en él y mediante él tiene sentido que se realicen los diversos modos de
concretización de este cometido, que el concilio subraya expresamente. Todo el
pueblo de Dios, sacerdotes y laicos —con reconocimiento formal de lo precioso
que es el cometido de estos últimos—, y subrayando especialmente el deber de
los "pastores y de los teólogos" (GS 44), es sujeto adecuado de la
lectura-interpretación-discernimiento de los signos de los tiempos en la
historia, que es historia de salvación. Cierto que, precisamente por este
énfasis simultáneo y por esta múltiple concurrencia, surgirán problemas de
divergencias y convergencias, de interpretaciones diferentes y de juicios
discordantes; pero creo que, con el respeto recíproco y escrupuloso del papel
de cada uno y la oportuna autodelimitación del propio cometido, frente a toda
tentación de monopolio (y esto vale sobre todo para los pastores y los
teólogos) o de puro y simple prurito contestativo (y esto se aplica a los
teólogos y a los laicos), estará siempre abierto el camino a una lectura al
tanto de la historia en la línea del reino, condición necesaria y suficiente
del camino común que han de recorrer todos los hombres y toda la Iglesia hacia
los "nuevos
cielos" y "nueva tierra" (2 Pe 3.13), donde el único signo será
el de la eternidad, porque los tiempos no existirán ya y Dios habrá "hecho nuevas todas
las cosas" (Ap. 21,5). Entonces, "cara
a cara y ya no como en un espejo" (1 Cor 13,12), el signo será la realidad
misma, y no tendremos necesidad de preguntar a nadie (Jn 16,23), porque todo y
todos seremos al mismo tiempo palabra y presencia y "Dios será todo en
todas las cosas" (1 Cor 15,28).
VII.
Conclusión: los signos de los tiempos en la actualidad
Llegados
a este punto de nuestro itinerario, es evidente que pretender analizar
detalladamente e interpretar y juzgar aquí los signos de los tiempos hoy
equivaldría a pensar, rayando en la locura, que somos capaces de sintetizar
todas las posibles investigaciones, análisis, interpretaciones y valoraciones
sobre la vida entera de la Iglesia y del mundo actual. Por eso bastará declarar
una sola vez que lo que a continuación exponemos es meramente una lista sin
pretensiones de lo que hoy día le parece al autor un posible signo de los
tiempos, útil en su significatividad y en su provocatividad, para seguir
adelante en la línea del reino de Dios y de los hombres purificados en Cristo.
Cuando nos limitamos a la enumeración de los signos de los tiempos es evidente el
riesgo de malentendidos y de generalizaciones; pero los doy por supuestos
anticipadamente y remito a las correspondientes voces de este género y de otros
diccionarios a quien quiera buscar cada uno de los "signos de los
tiempos".
Si,
volviendo a la definición aducida al principio, aunque excesivamente
sociológica y poco explícita desde el punto de vista teológico, entendemos por
signos de los tiempos "los fenómenos que por su generalización y su
frecuencia caracterizan a una época y a través de los cuales se expresan las
necesidades y las aspiraciones de la humanidad presente", es evidente que
algunos fenómenos de nuestro tiempo, a pesar de su posible ambivalencia, deben
ser reconocidos entre los signos de los tiempos presentes. Quedará por valorar
críticamente, tanto en el plano del simple conocimiento de los hechos y de los
instrumentos de investigación como en el de la interpretación y más aún en el
del juicio de fe, su alcance teológico; pero su naturaleza de signos de los
tiempos, como posible ocasión de revelación y de
presencia de la salvación, no puede negarse.
He
aquí, pues, una simple lista de posibles signos de los tiempos para el hoy del
mundo y de la Iglesia: la socialización, la secularización, la promoción de la
mujer, la civilización del trabajo, la liberación de las minorías, la promoción
de la clase obrera, la descolonización, la aparición de los pueblos jóvenes, la
cultura de la sexualidad humana, la crisis de la autoridad que no está
justificada siempre por el servicio real, la exigencia de que las palabras
correspondan a los hechos, la aparición del psicoanálisis, el análisis continuo
de las causas verdaderas de los fenómenos contemporáneos por encima del
moralismo y de las rigideces ideológicas, la necesidad de autenticidad y de
sinceridad en todo sentido, el rechazo de una religión que aísla de los
hermanos, la revaloración del laicado en la Iglesia, la continua afirmación de
ciertos análisis marxianos o marxistas de los fenómenos sociales, la conciencia
aguda de los fallos históricos de Occidente, el reconocimiento de la
originalidad cultural de los pueblos jóvenes, incluso en relación con el
posible modo de encarnar la fe, la tercera Iglesia a las puertas, el diálogo
entre cristianos y marxistas y la superación del diálogo mediante la experiencia
común críticamente atenta y responsablemente eclesial de una posible
compenetración entre fe cristiana y cultura marxista, los problemas de la
organización ministerial de la Iglesia local, el peligro de la polución
ecológica, la violencia como mal en sí mismo, los rebrotes de lo
"religioso" en su ambigüedad y en su apertura a lo "nuevo", la
creatividad social, lúdica, litúrgica y pedagógica, la aparición de la crítica
de la intolerancia y de la tiranía de cualquier signo y de cualquier color ideológico
y político, la exigencia de mayor transparencia evangélica de cuanto lleva el
nombre cristiano, el retorno a la contemplación y al interés por la vida
"mística" en el sentido renovado de las grandes tradiciones
espirituales de Oriente y Occidente, la crítica del centralismo laico o
eclesiástico, el surgir de las culturas alternativas, el movimiento ecuménico y
sus aventuras entusiastas, la exigencia de nuevos lenguajes y de creatividades
renovadas en todo ámbito humano, la crisis numérica de vocaciones sacerdotales
y religiosas y las nuevas posibilidades para el ministerio sacerdotal y para el
ejercicio significativo de los votos religiosos, etc., etc., etc.
Toda
esta riqueza de estímulos y de sugerencias procedentes de los hechos pueden
hacernos comprender la importancia que tiene un exacto planteamiento no sólo en
el plano sociológico y estadístico, sino en el totalmente humano y
explícitamente teológico y eclesial del problema del significado real —a la luz
de la palabra escuchada y vivida en la comunidad— del presente que se despliega
ante nuestros ojos y entre nuestras manos. Los signos de los tiempos
manifiestan entonces toda su centralidad, y se comprende por qué los
acontecimientos históricos, desde que el concilio los ha consagrado definitivamente
a la atención de la Iglesia entera, no terminan ya de maravillarnos y de
provocarnos hacia el reino.
G.
Gennari
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