Una fe que está viva, termómetro de la fe
CEO
CEO
Para muchos la frase “en algo hay que creer” es una
expresión que se repite frecuentemente y que, a pesar de ser tan imprecisa y
descolorida, encierra una gran verdad. Todo ser humano cree de hecho en algo,
en el sentido de que tiene su confianza puesta en ese algo que le da
orientación y sentido. Incluso los que no creen, esto es, los que carecen de fe
religiosa, son a su manera creyentes, creen en “algo”, creen (y son frases que
posiblemente todos hemos oído alguna vez) en la libertad, en la justicia, en el
progreso o en la ciencia. Porque, de hecho, en la vida humana, es imposible
traducirlo todo a evidencias inmediatas y hay que dejar siempre un espacio a la
confianza en ese “algo” que no es objeto de certeza o experiencia directa, sino
de deseo y de esperanza. Hasta los positivistas más acérrimos, que dicen
confiar sólo en la ciencia positiva, hacen con ello profesión de una cierta fe,
pues confían (sin evidencia) en que la ciencia irá desvelando en el futuro
todos los misterios de la naturaleza.
La fe como confianza juega un papel fundamental en la vida
humana, porque es ella la que orienta nuestras opciones prácticas, la selección
de nuestros valores y, en consecuencia, nuestra acción.
Un viejo profesor soviético, que hablaba de la dialéctica de
la materia (con la que resolvía todo tipo de problemas filosóficos) con la
unción de un verdadero creyente (cabe decir que jamás aportó ni una sola prueba
científica al objeto de su fe, que él tenía por ciencia). Y recientemente hemos
visto cómo uno de los representantes más activos del ateísmo contemporáneo,
Richard Dawkins, negador de todo sentido y de todo valor que trascienda los
límites de la biología, ha iniciado una verdadera cruzada contra la religión y
contra todas sus expresiones, pues aunque niega que existan el bien y el mal,
considera muy malo que haya quienes defienden lo contrario y, al parecer, muy
bueno dedicarse a combatirlos. Es decir, también estos descreídos militantes
acaban creyendo “en algo”. Sin esa mínima fe no podrían actuar en ningún
sentido, ni movilizarse en favor o en contra de nada.
Y es que la fe tiene un sentido humano que es inevitable. La
fe es ante todo, confianza.
La confianza es la base de las relaciones humanas, de la
amistad, hasta de la economía, no digamos ya del amor. Quien vive en la
desconfianza sistemática es incapaz de abrirse a nada ni a nadie y está cerrado
a una relación personal auténtica, lo que es, y así lo enseña la experiencia,
fuente de sufrimientos indecibles.
Por otro lado, la fe como confianza no es, como suele
decirse, una actitud ciega. Es verdad que la fe implica aceptar lo que no se ve
directamente y, por ello, tiene inevitablemente un componente de riesgo, pero
eso no significa que no exista absolutamente ningún modo de garantizar el
objeto de la fe. En las relaciones humanas hay todo un sistema de signos
(comportamientos, actitudes, expresiones) que nos dicen que tal persona o grupo
o institución son o no “dignos de credibilidad”, por lo que es razonable o no
depositar en ellos nuestra confianza. El que otorga su confianza de manera
completamente ciega es que es un crédulo, y el mismo uso del lenguaje nos
indica que no es lo mismo la credulidad que la fe.
Pues bien, también en el ámbito religioso no cualquier fe,
es decir, cualquier objeto de fe y cualquier modo de creencia, son igualmente
aceptables. Para que la fe religiosa sea una virtud teologal debe dirigirse a
un objeto verdaderamente existente; además debe dirigirse a una objeto que sea
digno en sí mismo (y, por eso, digno de fe); finalmente, es preciso
relacionarse dignamente con ese objeto digno de fe. Así, depositar la propia fe
en objetos de superstición, como el horóscopo o la piedra filosofal que
convierte cualquier cosa en oro, es caer en la credulidad ilusa en objetos
inexistentes. Puede creerse en objetos reales, pero que no son dignos de una
relación de fe: como quienes depositan su confianza en el diablo o, de manera
más trillado, en algún embaucador religioso o político. Finalmente, es posible
creer en algo existente y digno de fe, pero hacerlo de manera indigna, como en
el caso citado por el apóstol Santiago (2, 19), que dice que los demonios creen
en Dios y tiemblan, pues creen de manera indigna (no con alegría y confianza,
sino con horror y repugnancia). Así pues, hablando de fe religiosa, “puede
considerarse virtud sólo una fe en el Ser supremo, que se dirige a Él con
dignidad, que significa con una libre piedad filial” (V. Soloviov, La
justificación del Bien, cap. 5, IV ).
Los discípulos de Jesús tenían con él era una relación de
fe. No eran sólo aprendices de una doctrina o de una cierta forma de vida, sino
que estaban ligados al Maestro por una relación de profunda comunión vital, que
implicaba reconocer y confesar en él al Mesías de Dios. Más allá de la
evidencia de su realidad humana, sus palabras y sus hechos invitaban a una
actitud fiducial: creer que en él se cumplían efectivamente las antiguas
promesas contenidas en la ley y los profetas. Los discípulos habían sido
testigos en numerosas ocasiones de cómo Jesús alababa la fe de aquellos que le
pedían curación, liberación o perdón. Posiblemente sentían que la fe que
profesaban por el Maestro se tambaleaba a veces, especialmente cuando
experimentaban la enemistad y las amenazas que provenían de gentes dotadas de
autoridad. Y es que, efectivamente, la fe se pone a prueba ante las
dificultades de todo tipo que nos rodean.
Puede tratarse de la evidencia del mal en el mundo, que
parece dominar y campar por sus respetos con insolencia; pueden ser
dificultades personales y la impresión de que Dios no responde a nuestras
peticiones; pueden ser dudas internas que nos asaltan a veces, porque, como
hemos dicho, la fe tiene ciertamente un componente de riesgo, y las bases en
que se apoya no son demostraciones axiomáticas o evidencias de laboratorio. Los
discípulos sentían, por un lado, que Jesús exigía de ellos ante todo una
respuesta de fe; por otro, experimentaban las flaquezas propias de la actitud
de fe. De ahí que, con buen criterio, le piden a Jesús que aumente su fe. Una
petición que también nosotros podemos hacer hoy. Porque, aunque frecuentemente
hablamos de tener o no tener fe, ésta no es un mero objeto de posesión, sino
una actitud viva, que puede padecer anemia o raquitismo si no se la alimenta
adecuadamente, o crecer y robustecerse hasta dar frutos.
Jesús, de entrada, puede sorprender, más que concederles el
don solicitado parece lanzarles un reto: “Si tuvierais fe como un granito de
mostaza…” Parece dar a entender que la fe no es cuestión de cantidad, sino de
calidad. Lo importante es que esté viva, como una semilla, y entonces, por
pequeña y débil que parezca, es capaz de obrar milagros y hacer cosas
imposibles. La alusión al arbusto (planta de profundas y ramificadas raíces,
difícil de arrancar) hay que entenderla en el sentido metafórico en que decimos
nosotros que “la fe mueve montañas”. La fe viva, en efecto, nos pone en
movimiento y nos permite realizar cosas que, de otra manera, se nos antojan
imposibles.
Ahora bien, ¿qué significa realmente una “fe viva”? No se
trata de un poder nuestro para hacer cosas extraordinarias, como si gracias a
la fe nos convirtiéramos en una especie de taumaturgos capaces de sorprender a
quien se nos ponga por delante. La fe de la que hablamos, la fe en Jesús, es la
confianza en su palabra, la acogida de la misma y la disposición a ponerla en
práctica.
Como realidad viva que es, a imagen de la semilla, requiere
ser cultivada y, como dice Pablo, en 1 Co 6,11: reavivada. Ante las
dificultades internas y externas, la fe probada se convierte en fidelidad: las
últimas palabras de la profecía de Habacuc se traducen a veces de esta manera:
“el justo vivirá por su fidelidad”. Y una fe que confía y es fiel es una fe que
se enfrenta con valentía a las dificultades, que no se esconde, que da testimonio.
El supremo ejemplo lo tenemos en el mismo Jesús, que vive en la plena confianza
en su Padre, y fiel a su misión, llega al extremo de entregar su propia vida.
Pero, en realidad, existe un profundo vínculo entre las dos
enseñanzas. Si, como hemos dicho, la fe se alimenta de la palabra de Jesús
escuchada, acogida y puesta en práctica, la alusión al servicio no es casual.
La fe no es una confianza pasiva, sino que nos pone en pie y nos hace vivir
activamente, actuar. Y, ¿cuál es el género de acción que, como fruto de la
semilla, procede de la fe en Jesucristo? El que cree en Él debe vivir como
vivió Él (cf. 1 Jn 2, 6). Si Él vino a servir y a entregar su vida en rescate
por muchos (cf. Mt 20, 28), el discípulo de Jesús ha de ser un servidor de Dios
y de sus hermanos. Si es un verdadero creyente, éste es el milagro que la fe
opera en él: arrancarlo de las raíces del egoísmo y de la seguridad y plantarlo
en el mar arriesgado del servicio a los demás. Vivir en actitud de entrega y
servicio no es una dimensión sobreañadida a la fe, algo de lo que podamos
enorgullecernos o por lo que debamos exigir un salario, sino la consecuencia
natural de ese “vivir por la fe”, de ese espíritu de energía, amor y buen
juicio; es el fruto de esa semilla de la fe que la palabra de Jesús ha plantado
en nuestro interior.
Después del Concilio Vaticano II en pleno proceso de
renovación eclesial había un dicho muy significativo sobre el papel y el
sentido de la Iglesia en el mundo: “una Iglesia que no sirve, no sirve para
nada”. Lo mismo podemos decir nosotros de nuestra fe: una fe que no nos pone en
una actitud de servicio es una fe débil y floja, si no ya totalmente muerta.
Pero también la inversa es verdadera: para fortalecer, reavivar y aumentar
nuestra fe, además de pedírselo al Señor en la escucha de su palabra, hemos de
ponernos enseguida al servicio de los hermanos.
Al escuchar las palabras del Papa Francisco: “El verdadero
poder es el servicio” recordamos el Evangelio de San Mateo 25, 34-40:
“Vengan, benditos de mi Padre, tomen posesión del reino
preparado para ustedes desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me
dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; era un extraño, y me
hospedaron; estaba desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; en la
cárcel, y fueron a verme.
Entonces le responderán los justos: Señor, ¿Cuándo te vimos
hambriento y te alimentamos; sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo fuiste un
extraño y te hospedamos, o estuviste desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos
enfermo o en la cárcel y fuimos a verte? Y el rey les responderá: Les aseguro
que cuando lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo
hicieron.”
Ante uno de los textos bíblicos esenciales del cristianismo,
surgen algunas ideas de reflexión:
1° la fraternidad, la unión entre los seres humanos como hermanos,
por el amor que tenemos a los demás, no sólo a los amigos, sino también a los
enemigos. Asimismo, surge la preocupación por crear condiciones fraternales en
el mundo.
2° el entendimiento del amor, no como idea abstracta, sino
como obras concretas. Jesús nos habla claramente de obras concretas: dar de
comer, vestir, visitar a los enfermos, entre otras.
3° el Amor a Dios a través de nuestras acciones con los
demás, Viendo a Jesús en el otro. Si amo a Dios, no puedo dejar de amar a mi
hermano.
Jesús se identifica con las personas en desventaja, los más
necesitados, los que no tienen las mismas oportunidades que nosotros.
El acoger a los miembros más abandonados de la comunidad, a
los despreciados, los que no tienen a dónde ir, los que no son bien recibidos,
es reconocer a Jesús en el otro.
El servicio, nos permite ser personas con consciencia de paz
y cumplir con la voluntad de Dios.
San Mateo nos dice 10:42: “Y cualquiera que dé a uno de
estos pequeñitos un vaso de agua fría solamente, por cuanto es discípulo, de
cierto os digo que no perderá su recompensa.” De esta manera, en el Servicio
cumplimos con lo que Dios quiere y le demostramos nuestro amor al ver a su hijo
en el otro”.
El cristianismo no consiste sólo en rezos y posturas
piadosas. Esto, indudablemente, tiene su valor y es un medio válido para vivir
la fe, pero no es lo único, ni lo más esencial. Celebremos actuando, en el
servicio como Jesús nos enseñó. Veamos a Jesús en el otro.
El verdadero amor a Dios se vive realmente en el prójimo. Jesús
nos lo dice claramente “lo que hiciste a mis hermanos más pequeños, a mí me lo
hiciste”… esta fe brota naturalmente de Dios.
La medida será la fuerza con que nuestra fe nos impulsa a
responder a la iniciativa de Dios, y que se verifica en la vida diaria, no con
actitudes mágicas, supersticiosas, egoístas y cerradas al plan de Dios, se
cualifica en tanto es capaz de ser eficaz y contundente ante las realidades
humanas que requieren nuestro compromiso, se atribuye a Teresa de Calcuta una
frase que puede ayudar a comprender el grado de nuestro termómetro: “Si tu no
ardes de amor… muchos morirán de frío”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario