Fragmento del Libro "En que creen los que no creen"
Valioso dialogo digno de leer
La obsesión laica por un nuevo Apocalipsis
Umberto Eco
(…) No me
detendré en cuestiones exegéticas que usted conoce mejor que yo, pero quisiera recordar a los lectores que la idea
del fin de los tiempos surgía de uno de los
pasajes más ambiguos del texto de San Juan, el capítulo 20. Éste deja entender
el siguiente «escenario»: con la Encarnación y la Redención, Satanás fue apresado, pero después de mil años regresará,
y entonces será inevitable el choque final
entre las fuerzas del bien y las del mal, coronado por el regreso de Cristo y
el Juicio Universal. Es innegable que
San Juan habla de mil años, pero ya algunos Padres de la Iglesia habían escrito que mil
años son para el Señor un día, o un día, mil años, y que por lo tanto no había que
tomar las cuentas al pie de la letra; en San Agustín la lectura del fragmento adquiere
un significado «espiritual». Tanto el milenio como la Ciudad de Dios no son acontecimientos
históricos, sino más bien místicos, y el
Armageddon no es de esta tierra; evidentemente, no se niega que la historia
pueda finalizar algún día, cuando Cristo descienda para juzgar a los vivos y a
los muertos, pero lo que se pone en evidencia no es el fin de los siglos, sino
su proceder, dominado por la idea reguladora (no por el plazo histórico) de la
parusía.
Con ello, no
sólo San Agustín, sino la patrística en su conjunto, dona al mundo la idea de
la Historia como trayectoria hacia delante, idea extraña para el mundo pagano.
Hasta Hegel y Marx son deudores de esta idea fundamental, como lo será Teilhard
de Chardin. Fue el cristianismo el que inventó la historia, y es en efecto el moderno
Anticristo quien la denuncia como enfermedad. El historicismo laico, si acaso,
ha entendido esta historia como infinitamente perfectible, de modo que el mañana
perfeccione el hoy, siempre y sin reservas, y en el curso de la historia misma
Dios se vaya haciendo a sí mismo, por así decirlo, educándose y enriqueciéndose.
Pero no es ésta la forma de pensar de todo el mundo laico, que de la historia
ha sabido ver las regresiones y las locuras; en cualquier caso, se da una visión
de la historia originalmente cristiana cada vez que este camino se recorre bajo
el signo de la Esperanza. De modo que, aun siendo capaz de juzgar la historia y
sus horrores, se es fundamentalmente cristiano tanto si se comparte el
optimismo trágico de Mounier, como si, siguiendo a Gramsci, se habla del
pesimismo de la razón y del optimismo de la voluntad.
Considero, pues,
que hay un milenarismo desesperado cada vez que el fin de los tiempos se
contempla como inevitable, y cualquier esperanza cede el sitio a una celebración
del fin de la historia, o a la convocatoria del retorno a una tradición intemporal
o arcaica, que ningún acto de voluntad y ninguna reflexión, no digo ya racional,
sino razonable, podrá jamás enriquecer. De esto surge la herejía gnóstica (también
en sus formas laicas), según la cual el mundo y la historia son el fruto de un
error, y sólo algunos elegidos, destruyendo ambos, podrán redimir al propio Dios.
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Carlo María Martini
Usted me propone
el problema de la esperanza y, en consecuencia, el del futuro del hombre, a las
puertas del segundo milenio. Ha evocado usted esas imágenes apocalípticas que
al parecer hicieron temblar a las multitudes hacia finales del primer milenio.
Aunque todo ello no sea verdad, como se dice, è ben trovato, porque el miedo al
futuro existe, los milenarismos se han reproducido constantemente a lo largo de
los siglos, sea en forma de sectas, sea en la de esos quiliasmos implícitos que
dan vida, en lo más profundo, a los grandes movimientos utópicos. Hoy en día,
además, las amenazas ecológicas han ido sustituyendo a las fantasías del
pasado, y su carácter científico las hace todavía más espantosas.
¿Y qué es lo que
el Apocalipsis, el último de los libros que componen el Nuevo Testamento, tiene
que ver con todo ello? ¿Se puede definir realmente este libro como un depósito
de imágenes de terror que evocan un fin trágico e irremisible? Pese a las
semejanzas de tantas páginas del llamado Apocalipsis de San Juan con otros
numerosos textos apocalípticos de aquellos siglos, su clave de lectura es
distinta. Esta viene dada del contexto del Nuevo Testamento, en el que el libro
en cuestión fue (no sin resistencias) admitido.
Intentaré
explicarme mejor. En los Apocalipsis el tema predominante es, por lo general,
la fuga del presente para refugiarse en un futuro que, tras haber desbaratado
las estructuras actuales del mundo, instaure con fuerza un orden de valores
definitivo, conforme a las esperanzas y deseos de quien escribe el libro. Tras
la literatura apocalíptica se hallan grupos humanos oprimidos por graves
sufrimientos religiosos, sociales y políticos, los cuales, no viendo salida
alguna en la acción inmediata, se proyectan en la espera de un tiempo en el que
las fuerzas cósmicas se abatan sobre la tierra para derrotar a todos sus
enemigos. En este sentido, puede observarse que en todo apocalipsis hay una
gran carga utópica y una gran reserva de esperanza, pero al mismo tiempo, una
desolada resignación respecto al presente.
Ahora bien, tal
vez sea posible hallar semejanzas de todo ello tras los documentos singulares
que luego confluyeron en el actual libro del Apocalipsis, pero una vez que el
libro se lee desde la perspectiva cristiana, a la luz de los Evangelios, cambia
de acento y de sentido. Se convierte, no en la proyección de las frustraciones
del presente, sino en la prolongación de la experiencia de la plenitud, en
otras palabras, de la «salvación», llevada a cabo por la Iglesia primitiva. Ni
hay ni habrá potencia humana o satánica que pueda oponerse a la esperanza del
creyente.
Desde este punto
de vista, estoy de acuerdo con usted cuando afirma que la idea del fin de los
tiempos es hoy más propia del mundo laico que del cristiano.
El mundo
cristiano, a su vez, no ha sido ajeno a pulsiones apocalípticas, que en parte
se remitían a unos oscuros versículos del Apocalipsis, 20: «...dominó a la
serpiente antigua y la encadenó por mil años... las almas de los que fueron
decapitados... revivieron y reinaron con Cristo mil años». Hubo una corriente
de la tradición antigua que interpretaba estos versículos a la letra, pero
tales milenarismos literales nunca gozaron de excesivo crédito en la gran
Iglesia. Ha prevalecido el sentido simbólico de estos pasajes, que interpreta
ahí, como en otras páginas del Apocalipsis, una proyección extendida al futuro
de esa victoria que los primeros cristianos sentían vivir en el presente
gracias a su esperanza.
De esta manera,
la historia ha sido vista siempre más claramente como un camino hacia una meta
fuera de ésta, que no inmanente a ella. Esta perspectiva podría ser expresada
mediante una triple convicción:
1. La historia
posee un sentido, una dirección de marcha, no es un mero cúmulo de hechos
absurdos y vanos.
2. Este sentido
no es puramente inmanente sino que se proyecta más allá de ella, y por lo tanto
no debe ser objeto de cálculo, sino de esperanza.
3. Esta
perspectiva no agota, sino que solidifica el sentido de los acontecimientos
contingentes: son el lugar ético en el que se decide el futuro metahistórico de
la aventura humana.
Hasta aquí
observo que hemos ido diciendo muchas cosas parecidas, aunque con acentos
diversos y con referencias a fuentes distintas. Me complace esta consonancia
sobre el «sentido» que tiene la historia y que permite que (cito sus propias
palabras) «se puedan amar las realidades terrenas y creer —con caridad— que
exista todavía lugar para la Esperanza». (…)
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¿En qué creen los que no creen?
Dialogo de Umberto Eco y Carlo María Martini
Italia 1996, Atlantide
Editoriale S. p. A.
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